sábado, 31 de agosto de 2013

DE LAS VIDAS DE LOS MUERTOS

Una de las cosas que más me estimulan de mi trabajo es la imprevisible variedad de las cosas con las que entro en contacto por ser objeto de restauración y conservación. Muchas no tienen apenas misterio, pero otras son el testigo material de una historia curiosa. A veces terrible, otras cómica, y otras maravillosa. Esta vez hablaré de algo que para ciertos arqueólogos y restauradores de arqueología puede resultar más o menos habitual, y quizás por ello pierdan/perdamos la capacidad de sorprenderse o de imaginar la historia que yace detrás y la oportunidad de aprender o desaprender de ella.

Hace algo más de un lustro (un lustro equivale a cinco años para quién no lo sepa), nos contrataron a mi socia Bianca y a mí para recuperar los restos humanos de tres personas que murieron hace algo más de 3.000 años. La jerga arqueológica parece huir de connotaciones emocionales. Es decir, en lugar de decir "fueron enterradas tres personas, dos adultos y un niño, posiblemente una familia", opta por algo más aséptico como "inhumación triple decúbito lateral de dos individuos adultos y otro infantil o subadulto".   Se trataba de la excavación de urgencia de un yacimiento de la Edad del Bronce en la Comunidad de Madrid. Un área poblada de silos, es decir, huecos de contorno circular excavados en la tierra que sirvieron como almacenes de grano, a veces reaprovechados como vertederos y otras, tal que este caso, como fosa funeraria. Cuando digo que era una excavación arqueológica de urgencia me refiero a que las propias labores de excavación arqueológica supusieron para los constructores una indeseada interrupción en la marcha de sus trabajos y por tanto resultó que les urgía la liberación del terreno para ser arrasado y querían que el trabajo de los arqueólogos y restauradores se llevase a cabo en un plazo no muy holgado.

Resultó que en uno de aquellos silos, en uno de esos agujeros en la tierra y cientos de generaciones atrás, fueron enterrados tres seres humanos: una mujer, un hombre y un niño. Me permito la licencia de bautizarles como Aken, Yuna y Ninit. Son nombres totalmente inventados que podrían ser propios de la lengua desconocida que hablasen estos agricultores conocedores de la incipiente metalurgia. Dadas las reducidas dimensiones de la fosa circular, los cuerpos de los adultos fueron depositados con brazos y piernas flexionados. 

Primero fue inhumado el cuerpo del hombre, fallecido a una edad aproximada de cuarenta años; después el de la mujer, algo más joven, en una dirección perpendicular a la de aquel. Finalmente el cuerpo del niño, quizás de unos 9 ó 10 años, alineado con el borde circular de la fosa. La cabeza del adolescente debió quedar en contacto con la del hombre. Los tres esqueletos aparecieron en conexión anatómica y completos a excepción de los huesos de uno de los pies del hombre que faltaban totalmente. Entremezclados con los restos óseos había una tosca vasija rota y una pesa de telar, quizás la que usase Yuna para confeccionar ropa. Los cadáveres fueron cubiertos con varios durmientes de molino, lajas de piedra de tamaño mediano. Finalmente fueron cubiertos de tierra. Los tejidos blandos de los cadáveres se descompusieron y desaparecieron, mientras que los huesos permanecieron casi inertes y ocultos, sumidos en el olvido. Tres vidas muertas, tres historias irrecuperables, tres mentes perdidas en la inmensidad del tiempo. Según la perspectiva de Luis Prosper, ellos siguen vivos en su tiempo, quizás en otros mundos paralelos. 

Más de 3.000 años después de aquel aparentemente sencillo acto funerario, cuando el suelo que pisaron los dueños de aquellos restos había sido cubierto por cerca de un metro de sedimentos, otros seres humanos con una organización social mucho más compleja deciden construir en esa zona un gigantesco estanque de tormentas. Las excavadoras comienzan a trabajar día a día comiéndose el suelo a bocados hasta que un individuo ataviado con casco y chaleco reflectante hace detener las máquinas. La razón es que el movimiento de tierra deja a la vista vestigios de un poblado y restos arqueológicos desperdigados. Un grupo de individuos especializados comienza inmediatamente y a contrarreloj a documentar y excavar lo que parece ser un campo de silos de una población agrícola y ganadera de la Edad del Bronce. Lo hacen con prisa pero también con rigor y método. Toman fotografías, anotan distancias y profundidades y guardan en cajas sigladas todos aquellos objetos y fragmentos que se hallan tras ser contextualizados. En la mayoría de los silos hallan restos de grano; en otros, convertidos en vertederos de la época, una gran acumulación de vasos cerámicos fragmentados, huesos de animales y algún objeto metálico. Y en uno de esos silos, sólo en uno, encuentran restos humanos. Los huesos de Aken, Yuna y Ninit son liberados de la tierra que les cobijó durante tres milenios. Paletines y brochas van poco a poco dejando a la vista las osamentas. Los esqueletos, en sus posturas congeladas, despiertan emociones dispares. Para algunos son básicamente fuentes de información arqueológica. Otros sienten el escalofrío de rozar y asistir a una imagen de su propio destino. Otros sienten empatía con los dueños desposeídos de esos huesos e imaginan su historia. No pueden evitar cierta conmiseración e incluso una injustificada culpabilidad por no respetar el "sueño eterno" de estos tres desconocidos. Me sitúo entre estos últimos aunque soy plenamente consciente de que son sólo huesos, matería orgánica inanimada que un día fue el soporte físico de una entidad viva y pensante. ¿Cómo reaccionarías tú?

Aken, Yuna y Ninit podrían haber sido una familia nuclear, la estructura familiar básica. Probablemente lo fuesen. Vivieron en una pequeña población de agricultores cercana al curso del río Manzanares en un tiempo en el que las vidas debieron sucederse de forma lenta y sin apenas cambio. La economía basada en la agricultura y la ganadería vendría generando desde hacía unos siglos o quizás milenios una serie de excedentes de producción que serían controlados por élites con poder y riqueza. Los conflictos habrían alcanzado proporciones cuasibélicas. La última innovación, la fabricación y uso de utensilios de metal, básicamente aleaciones de cobre, llegó recientemente, quizás sólo unos siglos antes, desde un origen en Mesopotamía tres o cuatro milenios antes. Quizás Aken, un hombre maduro y robusto de 1,75 m., supiera tratar el metal y comerciase con poblaciones vecinas. Yuna, delgada, gracil y  pequeña (1,55 m), recolectaría frutos salvajes y la cosecha y tejería ropas. Molería el grano arrodillada; de ello son testimonio la artritis y las hernias discales que la antropóloga física detectó en sus vertebras lumbares. Mientras, Ninit ayudaría en las labores y jugaría en el río. Un mal día, Aken sufriría una grave herida en su pie izquierdo. La herida se gangrenaría hasta que el brujo o chamán del grupo decidiera cercenarlo. Desde entonces Aken quedaría tullido y necesitaría la ayuda de unas rudimentarias muletas para desplazarse. También debió sufrir por una rotura en las falanges de su mano izquierda y en una costilla del lado derecho. Yuna y Ninit tendrían que ocuparse de las labores que hasta entonces desempeñase el padre. Un conflicto, o más probablemente una enfermedad infecciosa mortal acabaría con sus vidas de forma más o menos simultánea. Los supervivientes inhumarían sus cuerpos en uno de los silos vacíos. Flexionarían sus miembros para adaptarlos a la exigua fosa. Después colocarían junto a los cuerpos una pesa de telar y una vasija, quizás con agua y alimentos para su viaje. Finalmente los cubrirían con las piedras de molino y después con tierra. Quien o quienes llevaran a cabo el enterramiento no parecieron dedicar mucha energía para deshacerse de los cuerpos. ¿Para qué excavar una fosa si hay unos cuantos almacenes de grano vacíos que no han sido aún utilizados como vertedero? Quizás fuese la enfermedad o la desolación tras el ataque. O quizás el rango social de Aken y Yuna fuese bajo y no se consideró que mereciesen exequias elaboradas. Quizás se les enterrase desnudos; ningún adorno personal o complemento fabricado en materiales no perecederos fue recuperado de la improvisada fosa. Finalmente el poblado quedó abandonado y sepultado paulatinamente por sedimentos.

A modo de ejemplo paralelo, diré que en 2005 se constató por primera vez mediante técnicas genéticas el parentesco de un grupo de personas enterradas juntas hace 4.600 años en un poblado neolítico en Alemania, grosso modo un milenio anterior al que nos ocupa. Una de las tumbas contenía los restos de un hombre adulto, una mujer, y dos niños de cuatro y de ocho años. Parecía lógico pensar que formaban una familia y el ADN lo confirmó. Lo terrible es que los arqueólogos comprobaron que todos ellos murieron tras una fuerte oleada de violencia. El cuerpo de uno de los varones adultos presentaba varias fracturas en el cráneo y signos de haber sido atacado por hachas y armas de piedra en su espalda.

Además, mostraba varias fracturas en los antebrazos y en las manos que dan idea de que intentó defenderse. La mujer albergaba un proyectil de silex entre sus vértebras. Los niños debieron ser tarea más fácil, ya que no muestran tanta brutalidad. En esta ocasión, el cuidado que se puso en el entierro sugiere que los supervivientes debieron regresar al lugar de la matanza para enterrar a sus muertos. Esta sepultura y otras del yacimiento presentaban a los cadáveres enterrados cara a cara o con los brazos entrelazados, lo que también sugiere fuertes lazos familiares en vida.

Algo diametralmente opuesto y curiosamente de más o menos el mismo período procede de Mantua, Italia, donde en 2007 se hallaron los esqueletos de dos jóvenes unidos en un abrazo que por capricho del destino se harían conocidos a nivel mundial. Se les conocen como "los amantes de Valdaro". La directora de las excavaciones declaró que es un caso extraordinario. No hay precedentes de un entierro de dos personas abrazándose; y éstos se están abrazando de verdad. Los miembros del equipo admitieron que cuando los descubrieron no pudieron contener sus lágrimas. La directora que, pese a haber estado trabajando en esto durante 25 años, incluso con las terribles evidencias de Pompeya, dijo no haberse sentido nunca tan conmovida. Pese a que se halló una punta de sílex a la altura de las cervicales del esqueleto masculino y un cuchillo en el costado de la mujer a la altura de sus muslos, los exámenes realizados no revelan ninguna evidencia de muerte violenta por lo que estos instrumentos podrían formar parte de un ajuar funerario. Quizás muriesen a causa de una enfermedad de forma más o menos sincrónica. Me inclino a pensar que quizás alguien que supiese de sus profundos sentimientos quisiese enterrarles de este modo. Es fácil que la violencia y la atrocidad dejen su huella arqueológica. Sin embargo es enormemente más complicado que lo hagan el amor y la ternura. Y ese es justo el legado que transmiten estos Romeo y Julieta de hace 5.000 años. Curiosamente, Mantua está a sólo 40 kilómetros al sur de Verona, la ciudad en la que Shakespeare situó la historia.

Volviendo a nuestro caso, no puedo evitar imaginar como habrían reaccionado Aken o Yuna si alguien llegado desde el futuro les dijese que más de 3.000 años después de su muerte, unos individuos especializados en estudiar el pasado remoto desenterrarían sus huesos y los de su hijo para analizarlos, conocer su edad, su sexo, la causa de su muerte, su etnia, su posible relación de parentesco, su dieta, sus enfermedades y algo de la historia de su vida. Y que todo se habría de hacer con urgencia para salvarlo de la acción de unas terribles máquinas que comen la tierra para hacer un gigantesco socavón en el suelo para albergar agua de lluvia. Y que a esos individuos que tocarían sus huesos y los de su familia les tomarían muestras de sangre para contrastar su seña única de identidad (ADN) con el suyo propio para distinguir posibles contaminaciones. Y que sus fracturadas osamentas serían restauradas y exhibidas en un museo, colocadas exactamente en la misma postura en la que quedaron sus cuerpos al ser enterrados. Probablemente no habrían entendido nada y, de lo contrario, posiblemente se habrían sentido horrorizados. Me dice mi compañera al leer esto que a ella le encantaría saber que sus huesos fueran a ser objeto de estudio en un lejano futuro. Siento lo mismo que ella. ¿Y tú?

Por si alguien siente curiosidad, la frontera que separa legalmente excavación arqueológica de profanación estriba en los 100 años contados hacia atrás  a partir del momento de la exhumación. 

La excavadora avanza inexorable y ciega. Su rugido es cada vez más fuerte y cercano Nada le importa lo que destruya su potente e indolente brazo. Los deteriorados esqueletos yacen inertes como testigos mudos de tiempos pretéritos. Más de tres milenios separan la inhumación de la exhumación y del arrasamiento.

En el taller los huesos son limpiados, consolidados y reconstruidos. La deformación confiere a los cráneos un aspecto grotesco y terrible. A veces imagino que me miran atónitos con sus cuencas vacías desde el pasado, desde un mundo desaparecido, y me cuentan su historia. Sostengo en mis manos el cráneo de Ninit, el niño. ¿Cómo sería su diminuto mundo? Su calavera albergó un día un cerebro, una mente quizás brillante; hoy el espacio que habitaron sus ideas, sus recuerdos, sus juegos y sus neuronas está ocupado por un kilogramo de tierra inerte y yerma.

Ante los cráneos dislocados y los huesos destrozados es difícil escapar a varias reflexiones. Sobre la fragilidad de nuestras estructuras, lo efímero de nuestras existencias, la contingencia de la muerte prematura o incluso la nimiedad de nuestro propio ser. El cráneo de Yuna, aún sujeto a las vertebras que un día lo mantuvieron erguido, yace en mi mesa como único testimonio de la existencia de aquella mujer. Una vida más, una entre miles de millones que ya se apagaron, anónima y desconocida. Ella, igual que Aken y su hijo Ninit, resucitan de algún modo a través de este relato, que quiere ser también un homenaje póstumo a estos tres humanos que quiero representen a todos aquellos muertos anónimos privados de sus vidas por otros humanos de forma prematura, violenta o a causa de enfermedades.

Tras la excavación arqueológica lo remanente del poblado queda vacío, como si hubiese sido expoliado. Sólo permanecen a la vista una docena de agujeros circulares vacíos en el suelo. Se pasa página en el casi infinito libro del pasado, escrito en un lenguaje ambiguo y abstruso del que sólo conocemos algunas palabras. Su letra es diminuta y borrosa.

Es el momento ansiado por las excavadoras que con los dientes de sus palas arrasan en unas horas lo que otrora fuese el escenario de las vidas de un grupo humano. Quién sabe si alguno de ellos fue un lejanísimo antepasado tuyo. 

Esos silos que cuando dejan de guardar grano pasan a ser vertederos, almacenes definitivos de lo que ya no sirve para nada, de lo que sobra, de lo que se nutrirán las bacterias, de lo que ya ha sido usado y se convertirá en polvo. 


Odio y amor, violencia y ternura quedan y permanecen congelados en las posturas que conservan las carcasas de los cuerpos de unas gentes que vivían casi exclusivamente de lo que tomaban de la tierra para, tras la muerte, devolverle esa materia orgánica ofreciendo lo único que queda de ellos, sus cuerpos inanes. Materia orgánica que deviene en trasunto de lo que fue, transmutando y dando vida a anélidos y herbáceas. Cerebros de reptil, agresivos y territoriales, cubiertos por una corteza neuronal de mamífero donde reside lo que llamamos sentimiento. Fosas de amor y de atrocidad. Capaces y autores de lo sublime y de lo brutal, pero todos perecederos e iguales tras la muerte. 

Los esqueletos de Aken, Yuna y Ninit yacen hoy en un museo, colocados en la misma disposición en que fueron depositados sus cuerpos al ser enterrados. En sentido figurado nos muestran las vidas de los muertos, las peculiares vidas de estos tres muertos y un vistazo fugaz de lo que fueron sus vidas perdidas en el tiempo.