martes, 17 de septiembre de 2013

EN PARADERO DESCONOCIDO

Después de la entrada anterior, inevitablemente triste y quizás macabra para algunos, bienvenida sea ésta, esencialmente cómica y plagada de absurdo y de disparate. Y más breve.

He de decir que esta rocambolesca historia, pese a ser absolutamente real, nada tiene que ver con la capacidad y profesionalidad de las partes e instituciones implicadas. Es sólo algo que llamaría "confluencia espaciotemporal de dos asunciones erróneas convergentes con resultado imprevisible y potencialmente desastroso". También tiene que ver con la Arqueología, pero con un tinte muy diferente al de la historia anterior. Relata unos hechos que bien podrían haber sido parte del guión de una película de Luis García Berlanga o de Federico Fellini, pero son absolutamente ciertos como todo aquello que cuento en este blog. En éste y en cualquier otro que escribiese. La realidad puede ser tan imaginativa y caprichosa como la ficción. Y tiene el gran aliciente de que es eso, real. Lo que no es real, por contra, es el conjunto de imágenes que ilustran esta entrada. Lamentablemente no conservo fotografías de lo que estoy a punto de contaros. 

La acción se sitúa en un bello pueblo de Andalucía donde existe un yacimiento de época romana y su correspondiente museo. Para la exposición inaugural de dicho museo se nos encargó la restauración de una escultura en piedra caliza que representa a una deidad masculina. Una deidad romana; lógicamente no iba a ser un San Luis o La Violetera. La escultura, que se hallaba en unas dependencias municipales, había sido almacenada allí procedente del yacimiento hasta que se terminase de construir el museo. Y por fin había llegado la hora de su restauración y traslado.

El caso es que allí estábamos mi socia y yo, en la puerta de aquellos almacenes municipales a la espera de que llegasen unos empleados del pequeño ayuntamiento que nos ayudarían a transportar la pesada estatua hasta el museo, sito tan sólo a unos cientos de metros calle abajo.

Y aquí empieza lo bueno. Al cabo de unos minutos aparece una cuadrilla de hombres bajitos pero entusiastas, ataviados con monos de trabajo, aparentemente dirigidos por uno de ellos cuyo nombre era Nicolás. Nicolás nos acompaña hasta el lugar donde estaba almacenada la estatua. Tras protegerla, embalarla y programar los movimientos a llevar a cabo, procedemos entre todos a desmontarla y a cargarla en un transpallet. Los movimientos son lentos y estudiados, vigilados de cerca por varios pares de ojos y de oídos. Es una pieza única y cualquier medida para garantizar su seguridad es bienvenida. Nicolás y un par de peones empujan el carro lentamente hasta sacarlo de los almacenes y sin dudar continúan su prudente camino hasta la puerta trasera de una furgoneta blanca situada en doble fila en las inmediaciones. Detenemos la carga y Nicolás hace una pausa para encender un cigarro y preguntarnos unas cuantas cosas a cerca de la estatua.

- ¿Y a dónde hay que llevar la estatua ésta? 
- Al museo, allí abajo. Es un trayecto muy corto.
- Ah, pues muy bien. Así nos tomamos unas cervezas después. O antes.
- Pues venga -respondo yo.

Es pleno verano y hace un calor sofocante. Tras unas cuantas caladas, Nicolás tira el cigarro y abre de par en par la puerta de carga de la furgoneta.

Tras un primer vistazo al interior de la misma compruebo que está ya cargada, pero no con piezas arqueológicas sino con infinidad de cajas de pan, bollería industrial, tartas, pasteles, pan de molde, etc. En mi cara se dibuja una expresión de extrañeza pero no digo nada por no resultar entrometido. Total, que procedemos a cargar con extremo cuidado la estatua tras hacer sitio recolocando varias cajas de sobaos Martínez. Mantas, planchas de gomaespuma, pulpos, plastico blister (de burbujas), etc. Todo lo necesario para minimizar el riesgo del más mínimo deterioro de la estatua. Fotografías para documentar el traslado y poder testificar que se preparó el asunto lo más correctamente posible. Terminada la tarea, Nicolás, con evidente cara de satisfacción por la labor bien realizada, se sacude las manos y cierra las puertas de la furgoneta.

-Ea, ya está. Misión cumplida -dice mientras se retira el sudor de la frente con la manga de la camisa remangada.
-Sí señor, buen trabajo -respondo yo.
-Pues hala, para celebrarlo vamos a tomar unas cervezas -dice Nicolás mientras saca otro cigarro del paquete.

Yo habría tomado esas cervezas una vez acabado el porte de la estatua hasta el museo, pero accedo a la invitación. Entramos en el bar más cercano junto a los cinco empleados. Pedimos unos botellines y hablamos de esto y de lo otro. Al cabo del rato vuelve a salir a la conversación el tema de la estatua.

-¿Qué tenéis que hacer con la estatua? -pregunta Nicolás.
-Limpiarla, reconstruir zonas perdidas... dejarla lo más presentable para la exposición -resume mi socia.
-¡Qué paciencia! Eso debe ser trabajo de chinos (frase típica que solemos escuchar los restauradores)
-Bueno, estamos acostumbrados.

Seguimos charlando y apurando las cervezas. Sin prestar mucha atención, me fijo en un tipo que, vestido con ropa de trabajo, hace firmar unos albaranes al camarero que nos había servido las cervezas. Seguimos de charla mientras veo como el hombre de los albaranes se despide y sale por la puerta. Como es de suponer no presto más atención de la meramente casual a esta rutina cotidiana en un bar. Nicolás pide una nueva ronda de botellines. Yo miro a mi socia consultando sobre la conveniencia de seguir bebiendo antes de depositar nuestra valiosa carga en el museo. Su respuesta es una mueca de resignación como diciendo "qué le vamos a hacer". Estábamos terminando la segunda cerveza cuando vuelve el tema de la estatua en boca de Nicolás.

-Una cosa que no entiendo ¿Para qué lleváis en la furgoneta todo ese pan y todos esos bollos?
- !!!!!!!!!!!!!! 

Mi expresión refleja de repente la esencia del espanto. Sin mediar palabra miro a mi socia en una décima de segundo. Ella hace lo mismo en el acto. Sin decir una sola palabra salimos atropelladamente del bar y, para nuestro horror, comprobamos que la furgoneta donde habíamos depositado la valiosa escultura ya no estaba allí aparcada. Gritos, voces, reproches, carreras, angustia. Salimos corriendo en el sentido de la calle en busca de la furgoneta, que ya sabemos que es de reparto de alguna panadería. Afortunadamente la búsqueda y por tanto la zozobra y el deseo de morir son muy breves porque nada más dar la vuelta a la primera esquina aparece ante nuestros ávidos ojos la furgoneta aparcada. Y aquel hombre de los albaranes marcando las teclas de su teléfono móvil y una expresión de total desconcierto. Sin parar de correr llegamos hasta él y le explicamos la absurda confusión. El hombre nos relata su increíble sorpresa al ver la estatua en su furgoneta mientras nosotros respiramos con un alivio casi indescriptible. Dado que está allí la estatua cargada, consideramos que lo más lógico es hacer el traslado de la misma en la furgoneta de reparto, evitando así nuevos y ya innecesarios movimientos de la misma. Casi excitado por la imprevisible situación e, imagino, el deseo de contarlo a su señora y amigos, el conductor accede encantado. Volvemos corriendo al bar y exponemos el asunto a Nicolas y a los demás empleados que, algo desinhibidos por las cervezas, rompen a reír sonoramente.

Al dios PAN le daba lo mismo 8 que 80.
Aclarado el entuerto, llevamos finalmente la estatua a su destino sin el menor contratiempo. Una vez detenida la furgoneta frente a la puerta del museo, reparo en que puede leerse un rótulo serigrafiado en un lateral de la misma: "Panadería y bollería Jacinto". Es en este momento cuando la tensión amaina totalmente y sale de mis entrañas una carcajada casi histriónica que se contagia de inmediato a los presentes ante la mirada perpleja del personal del museo. Siguiendo con la risa nerviosa e incontrolada, se me ocurrió que la deidad romana representada en la estatua podría ser, para más inri, la del dios PAN. Pero lamentablemente no era así; esto habría sido ya el colmo. Era Apolo.

Como veis, una historia real digna de Fellini o Berlanga. Como curiosidad, decir que el dios Pan da nombre a la palabra "pánico", que viene del griego "panikos". De hecho lo correcto sería decir, por ejemplo, "sentí terror pánico". Por lo visto este semidiosecillo  con cuernos y patas de cabra gustaba de asustar a los pastores y a sus rebaños en los cruces de caminos del bosque montando algaradas, haciendo sonar su flauta con su miembro erecto buscando penetrar a cualquier ser de cualquier sexo, humano o caprino.

Y bueno, terror pánico es lo que sentí al pensar que podría desaparecer la estatua.

El trabajo acabaría resultando de lo más estimulante e interesante. Salió todo a la perfección y fuimos felicitados por nuestra intervención. A veces damos las cosas por sentadas sin el menor examen ni comprobación; sencillamente ni nos planteamos la posibilidad de que estemos cometiendo un error de bulto; tanto Nicolás como nosotros pensamos que la furgoneta donde estábamos metiendo la estatua era la del otro. ¡Incluso después de ver que estaba llena de pan y derivados, cosa absurda, nadie dijo nada y dio por supuesto que esa era la furgoneta en la que se habría de transportar la estatua!

Desde entonces y ante cosas de importancia o gravedad prefiero cerciorarme las veces que haga falta de que no la estoy liando parda. Fue inolvidable, en buena parte también por aquella confusión que podría haber tenido un final nefasto. La estatua podría haber acabado "en paNadero desconocido".

Estaría encantado de conocer historias parecidas. Eso sí, reales como esta.