domingo, 26 de julio de 2015

HISTORIAS DE BICICLETA 2: CICLANTE NO HAY CAMINO, SE HACE CAMINO AL PEDALEAR.

Lo que sigue es el relato de 11 días de mi vida plagados de dolor físico, plenitud, euforia y experiencias absurdas y demenciales que me ilustraron sobre la compleja condición humana y expandieron mis miras.

Año del Señor de 1999. Mi hermano Álvaro acaba de morir tras 12 años con un tumor cerebral. Suena mi arcaico teléfono móvil.


-Hombre, Manolín ¿Cómo estás? -contesto.
-Bien. Oye. ¿te apetece hacer el camino de santiago en bici ahora a primeros de julio?
-Sí, hecho -confirmo sin dudar.
-Pues mañana a las 8 de la mañana en el portal de tu casa. Metemos tu bicicleta en la furgoneta y salimos hacia Pamplona. Bueno, hasta Roncesvalles. 
-¿Tenemos algún límite de tiempo? -pregunto.
-Sí, tenemos que hacerlo en 10 días. Ni uno más.
-Pero desde Roncesvalles hasta Santiago hay más de 1.000 kilómetros, ¿podremos?
-Tenemos que poder.
-Vale, pues podremos.


Al día siguiente estábamos en el bello Roncesvalles. Hicimos noche allí y según amanecía partimos. Éramos cinco; Manolín, sus tres sobrinos adultos y el que escribe. Desde la primera pedalada supe a ciencia cierta que iba a sufrir, pero que también disfrutaría y que aquello me vendría muy bien para despejar y aliviar mi mente entonces atormentada. Cargado con una mochila en la que llevaba lo esencial, es decir, una muda, una cantimplora, una cámara de fotográfica analógica y pesada, un cepillo de dientes, un bañador, una toalla, una navaja, un libro y, por extraño que parezca, un cubo de Rubik. El primer pueblo que cruzamos no fue otro que Auritz (Burguete). 

No resistí la tentación de hacerme una foto junto a la señal de entrada en la bella población. Pero no podíamos entretenernos demasiado; teníamos que hacer más de 100 kilómetros diarios si queríamos llegar a Santiago en 10 días y esos suponía pedalear de sol a sol, de 08:00 a 20:00 más o menos, parando para comer, claro. La primera incidencia ocurrió a 5 kilómetros de Nájera, aún en Navarra. La rueda delantera de mi bicicleta se coló en un profundo surco seco dejado por el agua de lluvia. El resultado fue una estrepitosa caída a casi el máximo de velocidad posible pedaleando en llano con una bicicleta de montaña. 


La bicicleta se frenó casi en seco haciendo que yo volase varios metros por encima de ella para caer rodando en una pirueta. No sé si sería un milagro del apostol, pero el caso es que apenas me hice nada salvo alguna leve magulladura y una herida en el brazo. La rueda delantera quedó en el estado que muestra la foto, por lo que tuve que cargar con ella a cuestas los 5 kilómetros que restaban hasta Nájera. Un par de jóvenes peregrinas francesas se ofrecieron a ayudarme; ayuda que decliné a cambio de conversación hasta mi destino. Mis compañeros me esperaban en el pueblo. Reparada allí la rueda, proseguimos. 

Ya en La Rioja, entre dos pueblos cuyo nombre no recuerdo ni recordaré, atravesando un desierto páramo bajo un sol inclemente, me topo con una curiosa pareja de peregrinos formada por una mujer madura y un asno. La mujer, de nacionalidad belga, había decidido peregrinar acompañada de un burro, pero cometió en error de no consultar al équido si le apetecía acompañarla. El asno se había detenido en seco y la mujer, de nombre Brigitte, se afanaba en vano en convencer a "Eddie" -así le llamaba- de que continuase andando. Justo antes de emprender de nuevo la marcha, vi como Brigitte se libraba por los pelos de una coz de Eddie. Quizás el problema estuviese en que "Eddie" era riojano y ella le hablaba en francés. Poco podíamos hacer por ella, así que seguimos sin más. Lamento no haber fotografiado aquello. Iniciábamos la travesía de la meseta. Nos esperaban cientos de kilómetros de planicie total y escasa vegetación. Palencia se me hizo muy pesada, con salpicados instantes de ruptura de la monotonía al pasar por San Martín de Frómista y algún que otro enclave románico. 

En Burgos tomé la decisión de separarme temporalmente de mis compañeros para desviarme un poco hasta Ibeas de Juarros, pueblo más cercano a las excavaciones arqueológicas/paleontológicas de la entonces no demasiado famosa Atapuerca. Quería visitar el  pequeño museo que sobre el yacimiento albergaba el pueblecillo y acercarme a la enorme trinchera del ferrocarril que permitió los hoy mundialmente conocidos hallazgos. Y eso hice. Recuerdo la sensación de libertad, de autosuficiencia, de tono muscular y de euforia que me acompañó después de ver aquello, tumbado a la sombra con una cerveza en la mano y elucubrando sobre las vidas de aquellos homínidos. Fue una media hora de felicidad pura en la que olvidé al 100 % lo sufrido durante 12 años. 


Me reuní ya de noche con mis compañeros en un albergue campestre de la ciudad de Burgos donde me tocó compartir cama con una peregrina holandesa -era año jacobeo y había muchísima gente allí-. El caso es que la chica resultó ser sonámbula y se despertó a media noche farfullando no sé que en holandés. Se levantó del camastro y comenzó a rascarse la planta de los pies, tras lo cual orinó en el suelo. Cosas de la mente. 

La siguiente incidencia tuvo lugar en la ciudad de León. Sentados frente a la catedral cundió la queja. Todos sufríamos de una fuerte irritación del escroto y zonas aledañas. Ni la acolchada protección propia de los culottes servía ya de mucho alivio tras 6 ó 7 días de pedaleo continuo. Total, decidimos tomar alguna medida y a alguien se le ocurrió la idea de interponer bajo dichos culottes unas compresas. Entramos los cinco en una farmacia, sudados, sucios y sin afeitar y pedimos una caja de diez unidades de compresas con "alitas" para que se adhiriesen y aguantasen más en su sitio. Jamás olvidaré la expresión de asombro e incredulidad de la farmacéutica cuando nos oía comentar completamente serios si uno u otro modelo era el apropiado, escena que llegó a su momento álgido cuando allí, ante la perpleja farmacéutica y algún cliente que esperaba turno, Manolín extrajo una compresa de la caja, se bajó el culotte y se la puso entre las piernas.



- Es que vamos muy escocidos ya, ¿sabe?
- Lo que me faltaba por ver e imaginar -comenta la mujer.
- Si viera como tengo los cojones me entendería -respondió Manolín haciendo ademán de mostrárselos.
- No! Déjelo. Llévese la caja y que les sirvan de algo -dijo la mujer antes de murmurar un "qué barbaridad".

Y allí, junto a las bicicletas candadas al lado de la catedral, los cinco individuos nos pusimos sendas compresas en un breve acto que pudo tacharse de irreverente. Lamentablemente no conservo fotografía de aquello. 


Mas adelante, subiendo los montes de León por un terreno casi imposible y una pendiente pronunciada, adelantamos a un peregrino francés en bicicleta. Lo llamativo es que llevaba, sujeto detrás de su bicicleta, una especie de pequeño remolque cubierto donde llevaba a su hijo de unos 3 años. El niño lloraba y no era para menos. Lo accidentado del firme hacía que el remolque se agitase como unas maracas, haciendo que el niño rebotase incesantemente contra las paredes y capota del remolque como si de un hielo en una coctelera se tratase. El padre le increpaba en francés y el niño respondía con gritos y sollozos que de poco le servían. Tampoco podíamos socorrer al niño, así que le adelantamos sin más. 

Poco después decidí hacer otro desvío de la ruta para ver un dolmen que estaba indicado a unos 10 kilómetros.en un desvío.Vi el dolmen, algo maltrecho y abandonado, y volví a la ruta ya en solitario. El hambre empezó a hacer estragos en mi estómago, situación que se vio agravada con el inicio de una extenuante subida hasta la Cruz de Fierro. Agotados todos mis frutos secos y plátanos proseguí el ascenso dispuesto a lo que fuera por un trozo de pan. Alcancé a unos peregrinos a pie que resultaron ser de los cuidadores de un grupo de jóvenes con síndrome de Down. Venciendo la vergüenza que me daba, les pedí algo de comer, lo que fuese, pero me dijeron que no llevaban nada. 

Seguí subiendo bajo el sol imaginando manjares hasta que horas después, un aroma de parrillada de verdura hizo que acelerase de forma irreflexiva. El olor, cada vez más intenso, me alimentaba de algún modo. Y de repente, al doblar una curva, aparecen ante mí unas chozas o "tipis" como las de los indios y la cabaña en la que se cocinaba. Resultó ser Manjarín, un pueblo abandonado y convertido en comuna. De forma automática me bajé de la bicicleta y me adentré en la cabaña. Aquella gente me dio de comer todo lo que quise sin pedir nada a cambio. Yo, infinitamente agradecido, les regalé un termo y unas gafas de sol. 


Para entrar en Galicia había que subir el puerto de O cebreiro, unos 14 kilómetros de subida constante. Al terminar me tumbé junto a un joven mastín de pelo blanco y me abracé a él. Sin saber bien la razón me puse a llorar, como si acabase de realizar una penitencia. Me acordé de Robert de Niro en La Misión, cuando después de arrastrar un enorme peso por la selva llega a un lugar donde los niños indígenas le tiran de la barba y no puede contener el llanto.



Ya en Galicia comenzamos a contar los kilómetros restantes. Mojones kilométricos y el logotipo del camino por doquier. A unos 60 kilómetros de la meta, una seria avería de mi bicicleta me obliga a parar. El manillar se ha aflojado mucho y no responde. Tras varias horas de intentar repararla con palos y lo que tenía a mano, desespero, le doy una patada a mi velocípedo y me siento en una piedra a esperar a que pase algún ciclista que me preste una llave "Allen". Nada, los pocos que pasan por allí no llevan una. Abatido, decido continuar a pie, empujando la bicicleta. 

De repente, algo brilla en el terroso suelo algunos metros delante de mí. Como quien no quiere la cosa, sigo observando aquel brillo según me acerco. Al estar a unos pasos descubro atónito que es una llave Allen. Tiro la bicicleta al suelo y corro hasta ella. Sólo falta que sea de la medida que necesito. La cojo y corro de nuevo hasta la bicicleta. Encaja a la perfección y puedo apretar el manillar. Pese a mi ateísmo, miro al cielo y doy gracias a una nube. 

Finalmente llegamos a Santiago. Como es costumbre, se puede ir a la oficina del peregrino a que, previa presentación de la cartilla que se sella en cada pueblo y que te avala como peregrino, te es entregada la compostelana, un documento que otorga el título de peregrino y firmado por el mismo arzobispo. Yo no tenía el menor interés en aquel documento, pero pese a ello me puse a la cola por curiosidad. Después me enteré de que con él puedes entrar gratis a todos los museos de Santiago, conseguir descuentos en albergues y refugios y comer gratis en un hotel por tres días, pero ya era tarde. Cuando llega mi turno, una mujer con marcado acento me habla.

- Quieres la compostela, ¿verdad?  
- Pues vale -respondo yo.
- Pero antes dime, ¿que motivos tuviste para hacer el camino? -me pregunta mirándome a los ojos.
- Pues deportivos, culturales... la aventura, ya sabe -respondo intuyendo la siguiente pregunta.
- ¿Y espirituales?
- Bueno... creo que se puede considerar espiritual el querer recuperarme de una tragedia.
- Pero ¿no tienen que ver tus motivos con el apostol? -pregunta la funcionaria.
- Pues no. Nada que ver, la verdad -respondo categóricamente.
- Ay filliño! Entonces no podré darte la compostelana (lease con acento gallego cerrado).
- Ah, pues vale, gracias -digo yo según me doy la vuelta.. 
- Pero te puedo dar un justificante si lo quieres -me dice mientras saca un papelote reciclado con algo escrito.
-Ah...
-¿Cómo te llamas?
- Carlos Burguete.
- Pues aquí tienes. Ahora puedes ir a besar al apostol.
- ¿Cómo dice?
- Sí, en la catedral. Es costumbre darle tres cabezazos y después besarle y abrazarle.
- ... -la miro atónito-.
- Anda ve, que habrá cola. Ya verás que sentirás mejor después.
- Pero si ya le he dicho que lo del apostol me trae al fresco, oiga -respondo yo de forma algo seca.
- ¡No mereces ni el papel que te he dado! -me dice soliviantada.
- Pues toma -digo yo según hago una pelota con él y se lo tiro al mostrador.




Acto seguido me di cuenta de que había sido una estupidez todo aquello. ¿A santo de qué quería yo la compostelana esa? Fue una idea un tanto peregrina.


En fin, al final uno de los sobrinos de Manolín hizo una llamada al maitre de un hotel, que resultó ser amigo de su padre. El caso es que nos concedieron a los 5 dos noches de estancia gratis con comida y cena en aquel hotel de 4 estrellas. Pensé que más vale estar bien relacionado con humanos que con santos o apóstoles de madera, por mucho que les beses y abraces.




La vida puede verse como una peregrinación forzosa hacia un destino incierto. Algunos esperan otra vida, terrenal o celestial; otros la salvación y otros la mera inexistencia. Algunos la hacen en jet privado y otros de rodillas, algunos dejan su huella y otros, lo más, son olvidados. Pero sea cual sea ese destino, será el mismo para todos. Eso sí, mejor ir ligero de equipaje e ir dejando cosas por el camino para que el peso de lo "necesario" no nos haga necesitar más. Al final, de mi peregrina peregrinación sólo han quedado mis recuerdos, un puñado de fotografías y este blog. Más adelante no quedará nada, absolutamente nada. O sí. De momento sigamos pedaleando con las piernas y la mente mientras tengamos fuerza, ya que es lo único que podemos hacer salvo abandonar atajando. Cada día es un sello en la cartilla de la vida, pero nadie te dará una compostelana al final y sólo uno mismo sabrá si ha vivido o no y por dónde ha pasado. Quizás, al final del camino, vaya, agradecido, a besar a la muerte por darle algo de sentido a todo.



miércoles, 1 de julio de 2015

HISTORIAS DE BICICLETA 1: PERDIDO ENTRE DINOSAURIOS

En la anterior entrada contaba que al acabar la restauración de unos mosaicos en un pueblo cercano a Aranda de Duero, Burgos, partí con un amigo a Soria en biciclieta para restaurar otros. Ese viaje, que duró una tarde, una noche y una mañana de hace unos 20 años, estuvo salpicado de incidentes que paso a contaros para risión y escarnio si procede. 




Provistos de un mapa de carreteras, mochilas, sacos de dormir y poco más, salimos de la población burgalesa de cuyo nombre me acuerdo, Baños de Valdearados. La planicie del páramo permitía un rodar veloz y uniforme. Nuestro objetivo era hacer noche en San Leonardo de Yagüe, un pueblecillo a medio camino. Cumplimos el plan tras recorrer unos 100 kilómetros. Comimos como limas, dimos una vuelta por el pueblo, ya en perfecto silencio y a la débil luz de las escasas farolas, y buscamos un lugar donde extender nuestros sacos de dormir. Finalmente optamos por una pradera que apenas intuíamos en la oscura noche. Con una linterna elegimos un lugar, retiramos ramas y piedras y nos tumbamos al raso, mirando al cielo algo encapotado. Poco tardamos en quedarnos fritos, pero al rato algo nos despertó en plena madrugada. Unas pisadas lentas y unos resoplidos no dejaban lugar a dudas; un caballo negro se nos acercaba con curiosidad. Para el equino seríamos dos montículos alargados que la noche anterior no estaban ahí. El caso es que se acercó a mi amigo (Ángel en adelante) y comenzó a olfatear su cabeza. Yo observaba la escena con risa contenida y no sin cierto temor por si el animal la emprendía a coces con aquellas cosas extrañas.

-Fruzzz ... -resopló el caballo antes de volver a hundir su cabeza en el saco de Ángel, olfateando.

-Nchts! Nchts! -respondió Ángel chascando la lengua y tratando de alejar al curioso caballo.

-Fruzzz... -insistió el corcel ignorando por completo a Ángel.


Más "Nchts" y más "Fruzz" en un absurdo y estéril diálogo onomatopéytico.
Viendo que aquello no se resolvía, opté por tirar una rama para que cayera unos metros a la espalda del caballo, consiguiendo llamar la atención del animal, momento que aporvechó Ángel para incorporarse y continuar con sus inútiles "Nchts". Una vez vio el caballo que no había nada de su interés a sus espaldas, volvió a su tarea de olfatear el cabello de Ángel, pero esta vez, al verle incorporado se asustó y se alejó unos metros. Decidimos volver a intentar dormir pero fue en vano. A los pocos minutos estaba allí de nuevo el equino, acompañado esta vez de un compañero de pelaje algo más claro, o eso intuí bajo el levisimo resplandor lunar. Visto lo visto, más bien oído lo oído, decidimos irnos de allí y buscar otro lugar.
Adormecidos y cargando con mochilas y bicicletas, optamos por acampar bajo los soportales de la iglesia del pueblo.Allí tendríamos un suelo más duro y frío pero al menos estaríamos a salvo de la curiosidad de los caballos. Debió pasar una hora cuando otro sonido nos despertó. Efectivamente, el sonido de cascos andando sobre el empedrado nos reveló la realidad. El negro caballo nos había seguido con nocturnidad para continuar, obstinado, en su empeño de no dejarnos dormir. Esta vez fue a mí a quién se acercó. Le dejé hacer y lentamente saqué un brazo del saco y acaricié su cabeza que en esa situación me pareció descomunal. Al rato se fue de allí, resonando el hueco sonido de su andar sobre el frío granito. 

Ya de mañana reiniciamos el viaje hacia Soria tras un buen desayuno. Tiramos por atajos, caminos, sendas, carreteras secundarias, tratando en lo posible de pasar por lugares bellos. Todo iba perfectamente hasta que un problema con mi bicicleta lo cambió todo. El pedal derecho se desprendió. Era imposible repararlo sin medios. Tardé unos minutos en asumir que no me quedaba otra opción que continuar pedaleando con lo único que quedaba del pedal, es decir, el vástago metálico que lo sujetaba. Aparentemente no era tan terrible, pero nada más continuar camino constaté que cada pedalada suponía que el pie se desplazase hacia adelante, lo que me obligaba a levantar el pie cada vez y volverlo a posar sobre el eje. Este sencillo movimiento no suponía apenas esfuerzo de forma aislada, pero multiplicado por decenas de miles de veces, terminó a la larga haciéndose insoportable, además de forzarme a ir más lento. Así las cosas continué haciendo frecuentes paradas, pero no demasiadas si no quería llegar a Soria de madrugada. Mi cabeza me pedía pararme y llorar de dolor y de impotencia, pero no me lo permití; sólo había un objetivo: llegar. Ángel me ofreció cambiar a ratos las bicicletas pero me negué, aún no sé bien porqué. 

Por fin llegamos a Soria y paramos en el primer hostal que vimos. Daba todo lo mismo, lo único en nuestras mentes era descansar, cenar y ducharnos, no sé en qué orden. Fuimos a caer en una casa de habitaciones regentada por una mujer rusa. Tras aceptar las habitaciones, dejar datos, etc., la mujer, llamada Olga nos dice:

-¿Tú quieres chica esta noche? Muy guapas son.
-¿Cómo? -responde Ángel tras mirarme durante una elocuente décima de segundo.
-Compañía para unos chicos deportistas -explica Olga.
-No, gracias. Si cambiamos de opinión ya le decimos algo.
-Muy bien.

Huelga comentar que no le dijimos nada al respecto, tanto por el estado en que estábamos como por nuestras convicciones, las mías al menos. 

A la mañana siguiente Ángel volvió a Madrid y yo comencé a trabajar en el museo numántino. Tenía las tardes libres, así que no dudé en planificar salidas en bicicleta por las tardes. La que más me tentaba era la ruta soriana de los dinosaurios. Por los folletos que manejé, vi que se trataba de un recorrido por una serie de pueblos en cuyas inmediaciones se habían hallado icnitas (huellas, pisadas fosilizadas) de dinosaurios y que junto a ellas se había colocado una réplica a tamaño real del dinosaurio correspondiente. Así que al segundo o tercer día me decidí a ir hacia allá nada más salir del museo. Hice un cálculo de horas y kilómetros y, si no había percances, podría estar a cosa de las 10 de vuelta en el hostal -ya era otro, no el de Olga-. Así que a las 3 comí algo rápido y me puse en marcha con un exiguo equipaje; un chubasquero, unos frutos secos, agua, un mapa y, por supuesto, mi cámara fotográfica, una Minolta normalita, claro está, analógica. 

El primer pueblo de la ruta, Garray, exhibía las huellas y la recreación de un parasaurolophus. Paré, contemplé las huellas y proseguí. El siguiente pueblo sería Villar del Río, ya bastante alejado. Prometía ser el más espectacular, dado que allí se conservaban las icnitas de un enorme braquiosaurus y, previsiblemente, la recreación a tamaño real. Sin perder tiempo seguí pedaleando a buen ritmo. Pero he aquí mi suma estupidez; no advertí en el plano que tendría que atravesar un puerto, el puerto de Oncala (nunca olvidaré ese nombre). 

Lo subí, claro está, pero esto me retraso al menos dos horas con respecto a mi estimación. "Tendré que aumentar el ritmo y no detenerme apenas en los pueblos", pensé. El caso es que, pasado el puerto y algunos kilómetros más, distingo en lontananza el perfil de la enorme recreación del braquiosaurio en lo alto de una loma. Eso me espoleó para acelerar. He de admitir que dicha recreación me decepcionó bastante.Era de tamaño natural, quizás algo menor, pero muy mala, no tenía movimiento ni realismo y parecía un enorme estafermo, casi hierático y falto de vida. Pero bueno, hice mis fotografías y seguí camino hacia Bretún rápidamente dado que comenzaba a oscurecer. Y según llegaba allí fui temiendo lo peor; se me haría de noche al llegar y tendría que volver a Soria en total oscuridad. Por supuesto, no llevaba foco en la bicicleta. Pero no había elección, así que, asumiendo las circunstancias, seguí hasta Bretún. 



Cuando por fin llegué, efectivamente, era noche cerrada y empezaba a sentir un frío preocupante. Me maldije a mí mismo por no haber tenido en cuenta el puerto y por no haber cogido algo más de abrigo; una camiseta sin mangas y un fino chubasquero auguraban una noche toledana. El diminuto pueblo soriano, sumido en la fría noche, no mostraba signos de vida aparte de alguna tenue luz eléctrica que asomaba por la ventana de un par de casas. El único bar del pueblo, cerrado. El alojamiento, utópico. Como es de suponer, se me planteaban dos opciones, ninguna de ellas atractiva: emprender camino a Soria en la oscuridad absoluta o dormir al raso, pero esta vez sin saco de dormir y con un ridículo chubasquero azul. Finalmente, el cansancio y el miedo a accidentarme en el largo y negro camino de vuelta me hicieron optar por quedarme allí.

 
Y de nuevo sería el soportal de la iglesia el lugar elegido. Al menos allí estaría a salvo de la lluvia si arreciaba. Así que me acurruqué lo mejor que pude en el frío suelo a la débil luz de una farola lejana. El frío comenzaba a meterse en mis huesos. No en vano era noviembre. Me imaginé a la mañana siguiente estornudando como un poseso y maldiciendo mi necedad. Al poco rato comienzo a oír algo por allí cerca. Abro los ojos y al rato observo a dos perros; uno adulto de pelo blanco y negro -un perdiguero- y otro jovencillo, color canela. Este no paraba de intentar jugar con el otro, que le ignoraba. "Algo de compañía", pensé. Me incorporé y empecé a lanzarles los pocos frutos secos que me quedaban. Poco a poco fueron acercándose. El cachorro no dudo en venir junto a mí, pero el adulto se mostraba receloso. Al final se acercaron los dos, jugamos a la persecución del cacahuete y finalmente me recosté otra vez. Al poco rato tenía a los dos perros acurrucados sobre mí, literalmente subidos encima mía tratando de aprovechar mi calor, cosa que, obviamente, agradecí. 

Y así fue, me desperté con la primera luz de la mañana y ambos canes completamente dormidos sobre mi costado. Dolorido y atontado me puse en pie y los tres acabamos con los frutos secos que quedaban. Salí del soportal y ante mí, a unos metros, estaba la recreación de un triceratops junto a unas enormes huellas. Hice mis fotos e  intenté en vano encontrar un lugar donde desayunar. El frío me hizo ponerme en marcha lo antes posible para entrar en calor. Pero en ayunas, habiendo dormido poco y mal, y dolorido y entumecido, aquello se me hizo muy cuesta arriba, pero no había otra. Además tenía que estar a las 9 en Soria para trabajar. Durante el espantoso viaje de vuelta mi mente debió entrar en standby, como una máquina de pedalear que ni siente ni padece. No recuerdo nada de esas tres horas largas, salvo una sensación de sufrimiento asumido.

Es curioso como la mente tiende a filtrar los recuerdos conservando los mejores. Pesé a lo mal que lo pasé, recuerdo aquella historia como algo maravilloso. En realidad adoro esa sensación de estar con la bicicleta casi perdido en tierra desconocida, esa sensación de aventura e incertidumbre sobre dónde, cuándo y cómo vas a parar. El despertarme abrazado a aquellos dos perrillos fue un momento muy especial. Me sentí más animal. Percibí un tímido atisbo de la lucha por la supervivencia, en este caso mediante la simbiosis efímera con mis dos compañeros nocturnos. Es en esas ocasiones, cuando falta lo que consideramos esencial (una cena y un desayuno, una cama, una ducha caliente, un techo) cuando realmente lo valoras y te haces una somera idea de lo ultradomesticados que estamos, lo alejados que nos encontramos de los tiempos en los que cada día y cada noche eran una aventura incierta, aunque hoy día para muchísima gente sigue siendo así.
Y es que estas experiencias te modelan, te ofrecen perspectivas desconocidas que te permiten contemplar tu existencia de un modo distinto. Hay gente a la que se le viene el mundo encima cuando le faltan cosas nimias, cuando no han podido ir a la peluquería, cuando tienen que coger el metro o andar por estar sin coche, o cuando se quedan unas horas sin luz o agua. Hay gente ultradependiente, gente que ni se plantea siquiera  que las cosas pueden ir peor, mucho pero, infinitamente peor. Gente sin ningún tipo de preparación ni entrenamiento físico o mental para sobrellevar situaciones adversas, gente que se ahoga en un vaso de agua por haber pasado su vida entre algodones. El agua potable, ilimitada, surge con hacer un sencillo movimiento de muñeca; la luz y la energía, también ilimitadas, se obtienen presionando un interruptor; las distancias se cubren pagando a un taxista y el alimento es servido listo para ingerirse con sólo entregar una tarjeta de plástico. Escribo estás líneas desde una silla de ruedas tras haber sido operado por ruptura del tendón de Aquiles. Sólo darme una ducha me supone una aventura que me lleva un tiempo triple y montones de lentos preparativos.

En fin, que a veces la vida ofrece estímulos maravillosos cuando se ve uno en situaciones adversas o incluso críticas. Si todo está siempre resuelto, todo está fácil y al alcance, es posible que tendamos a buscar la aventura en asuntos turbios, aventura que, como seres exploradores que somos, nos es innata.